29 mayo 2013

Quijotes y Lazarillos


Escribo y siento que el uso correcto y preciso de las palabras 
a veces cura una enfermedad.
David Grossman.


Hay ocasiones en que la realidad supera a la ficción, pues todo aquello que podríamos inventar o imaginar a su costado resulta pequeño, superfluo. Con más de seis millones de personas desempleadas, la España de Zapatero y Rajoy es reflejo fiel de esa certeza. Trágica situación que el escritor andaluz Javier López Menacho retrata en las páginas de Yo, precario (Libros del lince: 2013). Un complejo artefacto, en parte novela, en parte crónica y ensayo, en el cual el autor narra su propia experiencia como trabajador despojado de bienes y futuro, hundido casi en la marginalidad. Y lo hace apelando a una mirada irónica, desolada, pero, ante todo, una mirada resuelta a no sacrificar su dignidad con tal de seguir adelante. 



Javier López Menacho
Lo dijo Juan Villoro: el destino es un croupier esquizofrénico. Desde el 2010  en adelante, y hasta hace poco, Javier López Menacho se disfrazó de golosina gigante para promocionar los productos de una conocida marca de chocolates, realizó estudios de mercado que ni siquiera Kafka hubiese imaginado (uno de ellos, que dejó fuera del libro, buscaba determinar cuánta gente se colaba en el subte de Barcelona). Fue promotor, encuestador, auditor de máquinas de tabaco. Todo para ganarse la vida, como millones de españoles. Pero, además, Javier escribía, cuentos sobre todo, y poco a poco la misma crisis que lo obligaba a aceptar cualquier trabajo sin mirar las condiciones, el sueldo o las fechas de pago comenzó a ganar protagonismo en sus relatos. Poco a poco Javier entendió que su vida cotidiana le ofrecía elementos suficientes para encarar un proyecto ambicioso. Así surgió Yo, precario. Primero como blog, luego como libro; su primer libro. Una catarsis personal, íntima, que en poco más de dos meses suma tres ediciones y está comenzando a expandirse fuera de España.

“Es un poco una venganza ¿no? Al final, de toda la mierda que me tocó vivir saqué algo positivo”, dice Javier en relación al caprichoso destino que arrancó su nombre del anonimato para convertirlo en la grata novedad del circuito editorial español. Feliz e inesperado final para un proceso que, no obstante, nació de la profunda necesidad del autor de dar sentido a una experiencia dramática. Porque Javier escribe desde la zona cero. La triste mirada de un indigente o la indiferencia de los empresarios son escombros de una catástrofe política, económica, moral y social que no le es ajena. “Lo primero que debes hacer es quedarte en calzoncillos. La coordinadora siempre está presente, así que a partir de ahora será nuestro ritual (…) Luego te dan unos pantalones blancos acolchados que se asemejan a los de un astronauta”, escribe Javier, repasando los pormenores de su rutina como chocolate gigante. La anécdota es algo más que una perfecta metáfora de la crisis. Para Albert Camus, el secreto de Kafka residía en sus perpetuas oscilaciones entre lo natural y lo extraordinario, lo absurdo y lo lógico. Yo, precario, se sostiene en esa misma ambigüedad, pero apelando exclusivamente a hechos reales a los que se añade color mediante el acto de contar. Como ocurre con todo relato que acude a la ficción para procesar o comprender lo que se cuenta, Yo, precario obliga a discutir la relación entre fantasía y mímesis, renovando el debate sobre la representación de la realidad. Pues no median personajes entre Javier y su pluma (lo cual no implica que relate sus vivencias desde una posición unívoca, sino más bien intentando establecer cierta complicidad con lectores seguramente tan desdichados gracias a la crisis como él, a quienes pareciera gritarles: “¡Vean! Esto es lo que me ha pasado. ¿Qué les ha sucedido a ustedes?”). Su mérito, en definitiva, ha sido crear un texto artístico que es a la vez testimonio en primera persona de una tragedia colectiva. Y esa impronta de batalla personal contra la degradación (de un Yo que es a su vez espejo de otros miles) es lo que da tono a una obra que se ha escrito con la intensidad de quien busca remedio para sus males. Blandiendo una prosa afilada en el empedrado más oscuro y un estilo que recuerda a Walsh a Cercas a Hunter Tompson y a Capote. La novela de López Menacho, concebida desde el periodismo literario, es además un ensayo autobiográfico sobre la precariedad.

Javier  analiza las claves de  Yo, precario.

El amor se ahogó en la sopa
Discépolo en un rincón, contándonos que el hambre consume las virtudes del buen ciudadano. Más allá, Wassily Kandinsky afirma que el ser humano a menudo se parece a un escarabajo que se aferra a cada brizna de hierba con la esperanza de encontrar su salvación. En medio de ambos, intentando evitar, como un “guardián entre el asfalto”, que los hombres caigan al abismo (claro homenaje del autor a Salinger), el Precario se bate una vez más en zona fronteriza. Cautivo de empresas que lo empujan a la humillación de tener que engañar a la gente, Javier deberá decidir hasta donde desea llegar con tal de ganar dinero. Y son precisamente esas instancias decisivas las que definen la obra. En ellas, su Yo queda atrapado en medio de dos retóricas de extensa tradición en la literatura española: el realismo (vitalista, crudo, existencial) y la épica. Si el texto se construye desde el primero, no en vano la crítica lo ha calificado como El Lazarillo de Tormes del siglo XXI, será la épica quien defina las acciones. Entre Lázaro y el Quijote el autor opta por el segundo, apelando a un humor irónico y sutil para impedir que la crisis le acabe robando lo más importante: su estado de ánimo. El escritor Manuel Rivas define el asunto con precisión en el prólogo del libro: “El Precario del Yo tiene como trazo principal en su existencia el ser precario, pero su mirada no es, todo al contrario, esa condición impuesta. Es la humanidad resistente, no precaria, no subalterna, no sometida, la que narra”. Por lo tanto, si la amenaza permanente de la marginalidad empuja al trabajador humillado al filo de sus convicciones, éste nunca cruza la línea del todo. Lucha por sobrevivir, pero también para mantenerse íntegro: “hay mundos en los que no merece la pena vivir”, afirma el autor en uno de los pasajes emblemáticos del libro. Emerge entonces la esperanza como una energía modesta, aunque plena de sentido.

“Yo sabía que iba a escribir algo sobre esto” dice Javier. Es ése, en definitiva, el trasfondo del libro. La literatura da forma a la esperanza, cuya promesa rompe la presencia ineludible de la precariedad, devolviendo el Futuro arrebatado por la  crisis. Al igual que Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso (Roberto Arlt: 1926), el precario del Yo vive para contar. Privado de la posibilidad de encontrar un trabajo decente, se enfunda el traje de chocolate gigante como si fuese una armadura, y enfrenta su trágico pasar sabiendo que, aunque todo acabe por derrumbarse, aunque no exista un mañana mejor y el perro rabioso de la exclusión social acabe clavando sus dientes en nuestro tobillo, la página en blanco siempre espera, abierta, indulgente, dispuesta a devolvernos la esencia perdida y a darle sentido a los tropiezos y a las pequeñas traiciones, mientras nosotros remontamos a casa el cuerpo cansado y radiante, ansiosos por abrir la puerta de la pieza gris, apenas iluminada por la luz de una vieja computadora.