16 abril 2013

La valentía en Hemingway



La lucidez es la herida más cercana al Sol.
René Char
I
Lo correcto es comenzar formulando una pregunta difícil de responder: ¿qué es un valiente? No constituye una pregunta menor, sino todo lo contrario. La valentía ha preocupado a la literatura desde que alguien dibujó sus primeras letras en una piedra o un pedazo de madera.

Supongamos que un bondadoso librero nos ofreciera realizar un tour de la valentía por su biblioteca. Podríamos comenzar, en orden cronológico, repasando la Ilíada y la Odisea y luego detenernos brevemente en la reconstrucción que Heródoto hace de la Batalla de las Termópilas. Finalizada la etapa griega del recorrido, e imaginando que la Biblia y el Corán, textos que también abordan el dilema de la valentía, le sientan a nuestro librero de la misma manera que un guiso de mondongo en una mañana de verano, seguramente haríamos un salto temporal hacia la literatura épica de Chrétien de Troyes y su Lancelot enamorado, para luego ofrecer nuestros aceros al glorioso Rodrigo Díaz y batirnos a estocadas en el Cantar del Mío Cid. Ubicados ya en la oscura infancia del milenio pasado, el salto que sigue es breve, menos de una centuria; nuestro librero nos invita a acompañar a Dante en la búsqueda de su adorada Beatriz, la “mujer por quien, en gracia y esplendores, la especie humana excede a cuanto existe”. De Beatriz pasamos a Dulcinea y el asunto de la valentía se intrinca; el bien y el mal, la clarividencia y la locura, poco a poco dejarán de constituir entidades divisibles dentro de la condición humana. Será Shakespeare quien acabe pateando el tablero. De ahí en más, hasta hoy, los nombres que sigan solo aportarán más confusión: de London y Melville a Dostoievski, de éste a Kafka, de Kafka a Borges, de Borges a Camus y de ahí a Bukowski a Mailer a Cortázar y a Coetzee (cometiendo olvidos imperdonables), para acabar en Jack Shepard, Omar Little y Javier Cercas. El final del tour dejará en nosotros la sensación amarga, y quizás también reconfortante, de que el valiente ha dejado de ser aquél que hace frente a un ejército por amor, justicia o por la gloria, para transformarse en un individuo contradictorio, impredecible e imposible de encasillar en una definición taxativa. Se ha humanizado, en definitiva, ya que su coraje se ha visto reducido a uno o varios instantes en una vida plagada de instantes de distinto signo.

De modo que volvemos al principio: ¿qué cuernos es un valiente? Para Norman Mailer es quien elige “la alternativa que no mejora sino empeora la posición propia” (Los ejércitos de la noche: 1968). En ese sentido, Hernán Brienza brinda una definición más completa en Valientes (2010), donde afirma que la valentía es “un acto realizado por una persona en contra de su propia conveniencia inspirado en un valor superior al del mísero interés, a veces, incluso por un deber ser inexplicable”. Valiente sería entonces quien “pierde todo en nombre de casi nada”. Sin embargo, todavía más desesperante es la posición de Albert Camus al respecto. Para el escritor francés, un valiente no solo es alguien que actúa, sino que además es alguien que está dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos hasta el final. Camus, obseso cultor de la tragedia en toda su obra literaria, conecta el dilema del valiente a uno de los asuntos en los que habitualmente suelen enredarse quienes merecen semejante adjetivo: la violencia. De manera que, tanto sus reflexiones como el fenómeno sobre el cual las aplica, es decir, el protagonismo de la violencia en los conflictos sociales del siglo XX, remiten a su vez a Shakespeare. Y no por casualidad o por gusto, sino porque, al empujar a Hamlet a obrar en contra de sus principios morales, llevándolo a vengar el asesinato de su padre pese a que en todo momento es consciente de la condena (religiosa, moral y social) que sobre él caerá a causa de ese crimen, fue Shakespeare quien determinó la manera en que la literatura ha abordado dicho dilema a lo largo de la modernidad. 

Es a partir de Hamlet que podemos desplazarnos a Hemingway, y será justamente Hemingway quien realice uno de los aportes más significativos al inagotable intento de dar respuesta a la pregunta que origina este trabajo.  

II
Hemingway fue sin dudas un tipo excéntrico. Se esforzó como pocos para convertirse en el mejor escritor de su tiempo y desde muy temprano supo que el logro de ese objetivo exigía mucho más que un talento literario fuera de lo común. Comenzaba a gestarse por aquellos años, tras la primera posguerra, el auge de la sociedad de masas, y el joven escritor norteamericano, quizás por su afición al periodismo, acabaría comprendiendo que para ser el mejor debía también parecer el mejor. Hemingway hizo entonces de su propia figura un personaje literario. Cazaba leones, pescaba blue marlin´s en alta mar, boxeaba, participó en una guerra y fue testigo de otras tantas (cóctel que endulzó con un jugoso chorro de alcoholes, drogas y amoríos). Sin embargo, sus lectores sabemos que si fue un hombre valiente no lo fue por eso, sino por gestos decididamente sutiles que es necesario identificar en su obra.

En ese sentido, el texto más arriesgado de Hemingway fue Por quién doblan las campanas (1940), novela que aborda la Guerra Civil Española a partir de las desventuras de un grupo de guerrilleros republicanos. A lo largo de la obra, Robert Jordan y Anselmo, dos de sus personajes principales, sostienen un diálogo revelador acerca del morir y matar que implica el ejercicio de las armas. Ambos tienen experiencia en combate, han matado y volverán a hacerlo si es necesario, pero no encuentra ni en el marxismo, ideología con la cual simpatizan, ni en las injusticias sociales la clave que les permita obrar con la conciencia tranquila.

Los dos consideran que quitarle la vida a un hombre constituye un pecado del que resulta imposible librarse, porque se trata de un hecho que no se puede deshacer. Quien mata, aunque sea una vez, seguirá matando hasta el último de sus días. No hay redención posible para el culpable, ni mucho menos consuelo. Y es a raíz de esta colisión entre normas éticas y convicciones íntimas que Anselmo y Robert Jordan se empapan del halo trágico de Hamlet, con quien además comparten una misma actitud frente al destino, pues los tres deben matar, aunque no les parezca correcto, y saben que matando se condenan, pero ninguno de ellos renegará del castigo que sobre sus cuerpos caiga a consecuencia de sus actos.  

Algunos años después de la publicación de la novela de Hemingway, Albert Camus precisó todavía más la cuestión en su ensayo El hombre rebelde (1951), en el cual afirmaba que existen dos tipos de revolucionarios: aquellos que se rebelan en función de valores comunes a toda la humanidad, que, al incluir también a las personas contra las cuales dirigen su voluntad, conforman un límite para la acción del militante; y aquellos que encuentran razones para imponer sus propios valores al resto de los mortales. De modo que el aporte del escritor francés nos permite comprender que la tensión que Anselmo y Robert Jordan arrastran como una roca, la ambigüedad de sentir que tienen razón y a la vez no la tienen, no es otra cosa que el miedo a desbordar con sus actos la justicia de su causa. Porque los personajes de Hemingway no solo se condenan personalmente, a nivel ético y moral,  cuando matan, además reciben un castigo mayor: al quitarle la vida a un hombre la causa que los ampara pierde toda justicia, porque una causa puede justificar mi muerte, pero jamás el acto de matar. Por lo tanto, no habrá lugar para ellos en la nueva y mejor sociedad que aguarda el triunfo de los oprimidos. La paz por la que luchan, y que los obliga a ir más lejos de lo que ellos desearían, será una paz ajena debido a la mancha del pecado. Anselmo y Robert Jordan son agentes de un mundo del cual nunca formarán parte.

III
Resulta evidente que tanto Hemingway como Camus reflejaron en sus obras las discusiones que comenzaron a gestarse en los ámbitos de la izquierda intelectual a partir del rumbo que Joseph Stalin le imprimió a la Revolución Rusa tras la muerte de Lenin (debates que alcanzaron su apogeo en 1956 durante el XX Congreso del Partido Comunista Soviético, en el cual Jrushchov reconoció los crímenes del estalinismo). No obstante, sus reflexiones no se agotan en los excesos de la Rusia totalitaria. Y si bien podríamos objetar los conceptos de estos escritores espetando, no sin razón, que la violencia es un fenómeno relativo, pues sus formas e interpretaciones son muchas y varían de acuerdo a la época y el contexto en el que tienen lugar, y pluricausal, ya que la violencia es el resultado de la interacción de una multiplicidad de fenómenos que no pueden comprenderse desde la rigidez de una postura moral. Así y todo, sus aportes son indispensables tanto para quien desee encarar un ejercicio de análisis acerca de la relación entre violencia y revolución, o respecto al protagonismo de la violencia como herramienta de resolución de los conflictos a lo largo del siglo pasado, como para aquél que pretenda arriesgar una interpretación literaria de la valentía.

Lo interesante del caso es que Hemingway no negaría nunca a sus personajes la facultad de alzarse contra la tiranía, pues privar a los oprimidos del derecho a rebelarse conduce a justificar las injusticias y el sufrimiento humano. Pero, al mismo tiempo, buscando elevar al Hombre apelando a su responsabilidad sobre los demás, sean estos hermanos o enemigos, el autor de El viejo y el mar (1952) rechazará la aplicación de teorías, ideologías o modelos de pensar y actuar que simplifiquen los conflictos. De modo que en sus obras la valentía surgirá en la cumbre de la desesperación del Hombre, allí donde avanzamos contra nosotros mismos, donde la violencia libera y a la vez condena y donde la libertad es, en todo caso, una herencia de marcas indelebles.

Anselmo y Robert Jordan, que conocen el bien, muy a su pesar deben ejercer el mal, pues la violencia les parece necesaria y a la vez inexcusable. De modo que, debatiéndose entre la inocencia y la culpabilidad, la razón y la sinrazón, dudarán hasta el fin, pero no permitirán que esas dudas les impidan obrar. Finalmente, decidirán condenarse para que con ellos muera la injusticia y renazca la paz, aún sabiendo que ésta no les pertenecerá nunca. Es ese olvido tan grande de sí mismos, en honor a la vida de los demás, lo que hace de Anselmo y Robert Jordan la imagen más pura de la condición humana.

IV
Por quién doblan las campanas es, por lo tanto, mucho más que una reflexión sobre la valentía. La novela entera constituyó un gesto de coraje por parte de su autor, ya que, si bien Hemingway simpatizó con la causa republicana, los dilemas que plantea el texto lo ubican por encima de las disputas políticas de aquél momento. En una época poco abierta al titubeo, con el mundo dividido en otra guerra y los vítores de la Revolución Rusa enardeciendo todavía oídos y gargantas en los cuatro puntos cardinales, Hemingway puso pecho al huracán de ideas de su tiempo (aquello que creía, compartía y supo defender) y mantuvo encendida la luz del juicio en la noche inquisidora de la pasión, tal como Anselmo y Robert Jordan lo hubiesen hecho.

Es cierto que no sería correcto erigirle un monumento a la coherencia, porque Hemingway no fue una persona coherente. Su vida personal está plagada de gestos infantiles, vulgaridades y esnobismos. Pero, como ocurre con los grandes artistas, éstos nunca empañaron su literatura. Al momento de enfrentar la hoja de papel en blanco, en ese instante en que todo escritor vive y muere un poco al mismo tiempo, eligió siempre  entregarse a uno de los actos supremos de los que es capaz el ser humano: dudar de sus propias convicciones, a punto tal que cada una de sus historias refleja aquella frase que el príncipe danés de Shakespeare había pronunciado cuatro siglos atrás: “el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento”.    

Hemingway se suicidó en 1961. Causas y teorías hay a montones, pero a Norman Mailer le gustaba pensar que su padre literario no tomó esa decisión de manera intempestiva, sino que en cada noche de tinta y alcohol fue llevando el cañón a su boca, acariciando el gatillo, apretándolo siempre un poco más. Hasta que una noche fue demasiado lejos.

A mí me gusta pensar que Mailer no se equivocaba.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenísimo el artículo.

Unknown dijo...

Gracias, che!