04 agosto 2013

KAFKIANOS DEL CÉSPED

Acodado en la barra de un bar perdido en una ciudad perdida y olvidada en el corazón de California, Earni observa detenidamente a Billy. Su chaqueta vieja, las manos sucias, las cejas reventadas amontonando cicatrices. Earni es boxeador, también Billy. El nombre del bar se desconoce; podría ser West End o Marsella, quizás Viejo Almacén. Earni es joven, tiene un hijo y una buena figura. Billy se resiste al retiro; está algo gordo, calvo y acaba de beberse los pocos dólares que recibió tras ganar su última pelea. Alguna vez fue una promesa, hace mucho; dice que no tuvo suerte, que su mánager, que esto y aquello. El cantinero se acerca; la garganta de Billy quiere otro Whisky, pero su boca pide café. El cantinero se aleja lento; es un viejo todo piel amarilla y huesos y sonrisas ingenuas de esas que ofrendan los viejos generosamente. Billy lo sigue con su mirada ebria. “¿Qué te parecería despertarte una mañana y ser él?”, balbucea. Earni no responde, sus ojos se pierden en el suelo grasiento del bar. “¿Crees que fue joven alguna vez?”, insiste Billy. Earni responde que no. Billy sonríe a medias, “tal vez sí lo fue”, dice, y saluda con una reverencia al cantinero cuando éste les alcanza las tazas.    

              La escena pertenece a la película Fat City, de John Huston. Me topé con ella gracias a una novela de Javier Cercas, y pese a que no la he visto más que una vez, aquél domingo recordé cada uno de sus detalles.

Sebastián "Peca" Monesterolo
Con mis amigos estábamos justo detrás del arco, más o menos en el centro de la popular sur. Esa tarde el estadio Kempes reventaba. Nunca vi tantos hinchas de Sportivo Belgrano en una cancha que no fuera la nuestra; una verdadera marea verde. Puede que me engañe la memoria, pero creo que fue en el entretiempo cuando uno de mis amigos me señaló un cuerpo que emergía de las escaleras. "¡¡¡Mirá!!! ¡¡¡Es el Peca!!!", grito. Seguramente pocos lo recuerdan, pero el Peca, es decir, Sebastián Monesterolo, era Maradona para nosotros. Cuando éramos pibes nos parecía que nadie podía jugar como él. Básicamente, la pelota le hacía caso, siempre; a nosotros no, y eso nos diferenciaba. Por eso Boca se lo llevó apenas terminamos la escuela primaria. Contábamos los años que pasaban esperando verlo jugar en primera, pero no sucedió. Tras un par de temporadas estancado en la reserva, el Peca pasó a Banfield, donde tampoco tuvo muchas oportunidades, y finalmente regresó a la ciudad que había dejado casi diez años antes para probar suerte en Buenos Aires.

                Nadie imaginaba que a partir de ese momento comenzaba a gestarse la más importante de las hazañas del club. Incluso parece que alguien hubiera metido mano para acomodar las piezas, porque Sebastián no volvió en un momento cualquiera, sino justo en un año en el que Sportivo debía afrontar un torneo clave: el Argentino B del 2004. Esa temporada se reestructuró el certamen y por decisión de la AFA los equipos que no superaran la primera fase perderían su lugar en la categoría. Fue como si nos pusieran un cuchillo en la garganta, porque nosotros no veníamos bien, para nada. No habíamos sepultado, todavía, los años de oscuridad en los que el club casi desaparece. Latía una vez más en la calle la amenaza de domingos callados y grises, sin alientos ni redoble de tambores, sin los himnos y banderas del corazón. Y es eso lo que hubiera sucedido de no ser por el Peca. Pocos lo recuerdan, pero en marzo de ese año jugamos contra Escuela Presidente Roca, en Córdoba, el partido que definiría el futuro del club. Con un empate clasificábamos. No obstante, sobre el final del juego “la Verde” perdía por un gol y nos habían expulsado dos jugadores. Remábamos, como siempre, contra los árbitros y nuestra propia historia. Y todo parecía indicar que nos despedíamos de nuevo del fútbol profesional cuando sucedió algo con lo que nadie contaba: a Sebastián, el Peca, la pelota todavía le hacía caso. Le dio de lejos a la bola para esconderla ahí, donde no llegan ni los arqueros ni los entongues que velan el fútbol fuera de la cancha. Fue gracias a ese agónico derechazo que logramos clasificar a la segunda fase del torneo, manteniendo la categoría y consolidando poco a poco el rumbo que hoy nos tiene en la B Nacional. Sin embargo, lo único que no cambio en Sportivo tras esa hazaña fue la situación del Peca. Sebastián no era titular; hizo el gol más importante de la historia del club pero debió marcharse cuando terminó el torneo. Se convirtió en trotamundos. Jugó en Malasia,  Kuwait y Malta, donde le marcó un gol a la Juventus de Nedved y Del Piero en una copa de nombre impronunciable. Tuvo hijos. Regresó al país. Vistió las camisetas de distintos clubes del ascenso pero nunca más la de Sportivo. Yo no lo volví a ver hasta ese domingo en el Kempes, la tarde del penal que le dieron a Talleres en el último minuto. Perdimos dos a uno, pero el resultado lo supe mucho después. Prácticamente no puse atención al partido. Rodaba la pelota y todos la seguían, todos menos yo, que no podía hacer otra cosa que mirarlo a él, al pibe del glorioso gol que ya nadie recuerda, al hincha del club chico, perdido en una ciudad perdida en el corazón de un país perdido en el culo del mundo; al hombre medio calvo, ya casi retirado del fútbol profesional, que hubiera matado por enfundarse una vez más la casaca verde; al niño que para mí fue Maradona, hace tiempo, jodidamente mucho tiempo, y que pese a todo seguía siendo fiel a ese club que nunca tuvo como destino ganar algo o ser reconocido por alguien, a ese club al que se es fiel sin saber bien por qué y sin esperar ni triunfos ni ascensos ni trofeos ni nada, absolutamente nada a cambio, más que una tarde de domingo con resultado incierto y un par de amigos abrazados a un tipo de sentimiento que no tiene nada que ver, ni se parece, a la esperanza, y que justamente por eso quizás sea la forma más pura de la fidelidad (o del amor, ponele). Ahí estaba el Peca, mezclado como un hincha más entre la gente, anónimo como Earni o Billy en el bar de la fría y húmeda Stockton, la ciudad donde los boxeadores incluso cuando ganan pierden. Pero, ¿realmente pierden? Cada vez que me topo con la pregunta recuerdo la pelota boyando en el borde del área Panzanegra, la pierna que de pronto emerge de la nada, el remate preciso, el arquero de rodillas y del otro lado, en las tribunas, un grupo de amigos que festeja sabiendo que nunca volverán a gritar otro gol como ése, mientras el olvidado goleador corre al alambrado a abrazarse con ellos, completando el dibujo de esa clase de instantes en los que todo debería detenerse, esa clase de momentos en los que el fútbol debería ser verdugo de la Historia.

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