La lucidez es la herida más cercana al Sol.
René Char
I
Lo correcto es comenzar
formulando una pregunta difícil de responder: ¿qué es un
valiente? No constituye una pregunta menor, sino todo lo contrario.
La valentía ha preocupado a la literatura desde que alguien dibujó sus primeras
letras en una piedra o un pedazo de madera.
Supongamos que un bondadoso
librero nos ofreciera realizar un tour de la valentía por su biblioteca.
Podríamos comenzar, en orden cronológico, repasando la Ilíada y la Odisea y
luego detenernos brevemente en la reconstrucción que Heródoto hace de la Batalla
de las Termópilas. Finalizada la
etapa griega del recorrido, e imaginando que la Biblia y el Corán, textos que también
abordan el dilema de la valentía, le sientan a nuestro librero de la misma
manera que un guiso de mondongo en una mañana de verano, seguramente haríamos
un salto temporal hacia la literatura épica de Chrétien de Troyes y su Lancelot
enamorado, para luego ofrecer nuestros aceros al glorioso Rodrigo Díaz y
batirnos a estocadas en el Cantar del Mío Cid. Ubicados ya en la oscura
infancia del milenio pasado, el salto que sigue es breve, menos de una
centuria; nuestro librero nos invita a acompañar a Dante en la búsqueda de su
adorada Beatriz, la “mujer por quien, en gracia y esplendores, la especie humana
excede a cuanto existe”. De Beatriz pasamos a Dulcinea y el asunto de la
valentía se intrinca; el bien y el mal, la clarividencia y la locura, poco a
poco dejarán de constituir entidades divisibles dentro de la condición humana.
Será Shakespeare quien acabe pateando el tablero. De ahí en
más, hasta hoy, los nombres que sigan solo aportarán más confusión: de London y
Melville a Dostoievski, de éste a Kafka, de Kafka a Borges, de Borges a Camus y
de ahí a Bukowski a Mailer a Cortázar y a Coetzee (cometiendo olvidos
imperdonables), para acabar en
Jack Shepard,
Omar Little y Javier Cercas. El
final del
tour dejará en nosotros la
sensación amarga, y quizás también reconfortante, de que el valiente ha dejado
de ser aquél que hace frente a un ejército por amor, justicia o por la gloria,
para transformarse en un individuo contradictorio, impredecible e imposible de
encasillar en una definición taxativa. Se ha humanizado, en definitiva, ya que
su coraje se ha visto reducido a uno o varios instantes en una vida plagada de
instantes de distinto signo.
De modo que
volvemos al principio: ¿qué cuernos es un valiente? Para Norman Mailer es quien
elige “la alternativa que no mejora sino empeora la posición propia” (Los
ejércitos de la noche: 1968). En ese sentido, Hernán Brienza brinda una
definición más completa en
Valientes (2010), donde afirma que la valentía es
“un acto realizado por una persona en contra de su propia conveniencia
inspirado en un valor superior al del mísero interés, a veces, incluso por un
deber ser inexplicable”. Valiente sería entonces quien “pierde todo en nombre
de casi nada”. Sin embargo, todavía más desesperante es la posición de Albert
Camus al respecto. Para el escritor francés, un valiente no solo es alguien que
actúa, sino que además es alguien que está dispuesto a asumir las consecuencias
de sus actos hasta el final. Camus, obseso cultor de la tragedia en toda su
obra literaria, conecta el dilema del valiente a uno de los asuntos en los que
habitualmente suelen enredarse quienes merecen semejante adjetivo: la
violencia. De manera que, tanto sus reflexiones como el fenómeno sobre el cual
las aplica, es decir, el protagonismo de la violencia en los conflictos
sociales del siglo XX, remiten a su vez a Shakespeare. Y no por casualidad o
por gusto, sino porque, al empujar a Hamlet a obrar en contra de sus principios
morales, llevándolo a vengar el asesinato de su padre pese a que en todo
momento es consciente de la condena (religiosa, moral y social) que sobre él caerá a causa de ese crimen,
fue Shakespeare quien determinó la manera en que la literatura ha abordado
dicho dilema a lo largo de la modernidad.
Es a partir de
Hamlet que podemos desplazarnos a Hemingway, y será justamente Hemingway quien
realice uno de los aportes más significativos al inagotable intento de dar
respuesta a la pregunta que origina este trabajo.
II
Hemingway fue sin dudas un tipo
excéntrico. Se esforzó como pocos para convertirse en el mejor escritor de su
tiempo y desde muy temprano supo que el logro de ese objetivo exigía mucho más
que un talento literario fuera de lo común. Comenzaba a gestarse por aquellos
años, tras la primera posguerra, el auge de la sociedad de masas, y el joven
escritor norteamericano, quizás por su afición al periodismo, acabaría
comprendiendo que para
ser el mejor
debía también
parecer el mejor.
Hemingway hizo entonces de su propia figura un personaje literario. Cazaba
leones, pescaba
blue marlin´s en alta
mar, boxeaba, participó en una guerra y fue testigo de otras tantas (cóctel que
endulzó con un jugoso chorro de alcoholes, drogas y amoríos). Sin embargo, sus
lectores sabemos que si fue un hombre valiente no lo fue por eso, sino por
gestos decididamente sutiles que es necesario identificar en su obra.
En ese sentido,
el texto más arriesgado de Hemingway fue Por quién doblan las campanas (1940),
novela que aborda la Guerra Civil Española a partir de las desventuras de un
grupo de guerrilleros republicanos. A lo largo de la obra, Robert Jordan y
Anselmo, dos de sus personajes principales, sostienen un diálogo revelador
acerca del morir y matar que implica el ejercicio de las armas. Ambos tienen
experiencia en combate, han matado y volverán a hacerlo si es necesario, pero
no encuentra ni en el marxismo, ideología con la cual simpatizan, ni en las
injusticias sociales la clave que les permita obrar con la conciencia
tranquila.
Los dos
consideran que quitarle la vida a un hombre constituye un pecado del que
resulta imposible librarse, porque se trata de un hecho que no se puede
deshacer. Quien mata, aunque sea una vez, seguirá matando hasta el último de
sus días. No hay redención posible para el culpable, ni mucho menos consuelo. Y
es a raíz de esta colisión entre normas éticas y convicciones íntimas que Anselmo y Robert Jordan se empapan del halo trágico de Hamlet, con quien además comparten una
misma actitud frente al destino, pues los tres deben matar, aunque no les
parezca correcto, y saben que matando se condenan, pero ninguno de ellos
renegará del castigo que sobre sus cuerpos caiga a consecuencia de sus
actos.
Algunos años
después de la publicación de la novela de Hemingway, Albert Camus precisó
todavía más la cuestión en su ensayo El hombre rebelde (1951), en el cual
afirmaba que existen dos tipos de revolucionarios: aquellos que se rebelan en
función de valores comunes a toda la humanidad, que, al incluir también a las
personas contra las cuales dirigen su voluntad, conforman un límite para la
acción del militante; y aquellos que encuentran razones para imponer sus
propios valores al resto de los mortales. De modo que el aporte
del escritor francés nos permite comprender que la tensión que Anselmo y Robert
Jordan arrastran como una roca, la ambigüedad de sentir que tienen razón y a la
vez no la tienen, no es otra cosa que el miedo a desbordar con sus actos la
justicia de su causa. Porque los personajes de Hemingway no solo se condenan personalmente,
a nivel ético y moral, cuando matan,
además reciben un castigo mayor: al quitarle la vida a un hombre la causa que
los ampara pierde toda justicia, porque una causa puede justificar mi muerte,
pero jamás el acto de matar. Por lo tanto, no habrá lugar para ellos en la
nueva y mejor sociedad que aguarda el triunfo de los oprimidos. La paz por la
que luchan, y que los obliga a ir más lejos de lo que ellos desearían, será una
paz ajena debido a la mancha del pecado. Anselmo y Robert Jordan son agentes de
un mundo del cual nunca formarán parte.
III
Resulta evidente que tanto
Hemingway como Camus reflejaron en sus obras las discusiones que comenzaron a
gestarse en los ámbitos de la izquierda intelectual a partir del rumbo que
Joseph Stalin le imprimió a la Revolución Rusa tras la muerte de Lenin (debates
que alcanzaron su apogeo en 1956 durante el XX Congreso del Partido Comunista
Soviético, en el cual Jrushchov reconoció los crímenes del estalinismo). No
obstante, sus reflexiones no se agotan en los excesos de la Rusia totalitaria.
Y si bien podríamos objetar los conceptos de estos escritores espetando,
no sin razón, que la violencia es un fenómeno relativo, pues sus formas e
interpretaciones son muchas y varían de acuerdo a la época y el contexto en el
que tienen lugar, y
pluricausal, ya que la violencia es el resultado de la interacción
de una multiplicidad de fenómenos que no pueden comprenderse desde la rigidez de
una postura moral. Así y todo, sus
aportes son indispensables tanto para quien desee encarar un ejercicio de
análisis acerca de la relación entre violencia y revolución, o respecto al protagonismo
de la violencia como herramienta de resolución de los conflictos a lo largo del siglo pasado, como para aquél que pretenda arriesgar
una interpretación literaria de la valentía.
Lo interesante
del caso es que Hemingway no negaría nunca a sus personajes la
facultad de alzarse contra la tiranía, pues privar a los oprimidos del derecho
a rebelarse conduce a justificar las injusticias y el sufrimiento humano. Pero,
al mismo tiempo, buscando elevar al Hombre apelando a su responsabilidad sobre
los demás, sean estos hermanos o enemigos, el autor de El viejo y el mar (1952)
rechazará la aplicación de teorías, ideologías o modelos de pensar y actuar que
simplifiquen los conflictos. De modo que en sus obras la valentía surgirá en la cumbre de la
desesperación del Hombre, allí donde avanzamos contra nosotros mismos, donde la violencia libera y a la vez condena y donde la libertad es,
en todo caso, una herencia de marcas indelebles.
Anselmo y
Robert Jordan, que conocen el bien, muy a su pesar deben ejercer el mal, pues
la violencia les parece necesaria y a la vez inexcusable. De modo que,
debatiéndose entre la inocencia y la culpabilidad, la razón y la sinrazón,
dudarán hasta el fin, pero no permitirán que esas dudas les impidan obrar.
Finalmente, decidirán condenarse para que con ellos muera la injusticia y
renazca la paz, aún sabiendo que ésta no les pertenecerá nunca. Es ese olvido
tan grande de sí mismos, en honor a la vida de los demás, lo que hace de
Anselmo y Robert Jordan la imagen más pura de la condición humana.
IV
Por quién doblan las campanas es,
por lo tanto, mucho más que una reflexión sobre la valentía. La novela entera
constituyó un gesto de coraje por parte de su autor, ya que, si bien Hemingway
simpatizó con la causa republicana, los dilemas que plantea el texto lo ubican
por encima de las disputas políticas de aquél momento. En una época poco abierta al titubeo, con el mundo dividido en otra guerra y los vítores de la
Revolución Rusa enardeciendo todavía oídos y gargantas en los cuatro puntos
cardinales, Hemingway puso pecho al huracán de ideas de su tiempo (aquello que
creía, compartía y supo defender) y mantuvo encendida la luz del juicio en la
noche inquisidora de la pasión, tal como Anselmo y Robert Jordan lo hubiesen
hecho.
Es cierto que
no sería correcto erigirle un monumento a la coherencia, porque Hemingway no
fue una persona coherente. Su vida personal está plagada de gestos infantiles,
vulgaridades y esnobismos. Pero, como ocurre con los grandes artistas, éstos
nunca empañaron su literatura. Al momento de enfrentar la hoja de papel en
blanco, en ese instante en que todo escritor vive y muere un poco al mismo tiempo,
eligió siempre entregarse a uno de los
actos supremos de los que es capaz el ser humano: dudar de sus propias
convicciones, a punto tal que cada una de sus historias refleja aquella frase
que el príncipe danés de Shakespeare había pronunciado cuatro siglos atrás: “el
color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del
pensamiento”.
Hemingway se
suicidó en 1961. Causas y teorías hay a montones, pero a Norman Mailer le
gustaba pensar que su padre literario no tomó esa decisión de manera intempestiva,
sino que en cada noche de tinta y alcohol fue llevando el cañón a su boca,
acariciando el gatillo, apretándolo siempre un poco más. Hasta que una noche
fue demasiado lejos.
A mí me gusta pensar
que Mailer no se equivocaba.